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Desde que derribaron la parcela de Béjar en Salamanca, la vida de la abuela Teresa no volvió a ser la misma. Deambula por los pasillos con la mirada perdida y sin ninguna intención de hallar algo que la reconforte. La ausencia de su vía de escape diaria la hace sentir como si le hubieran extirpado un órgano vital. Ahora, se vuelca exclusivamente en sus nietos y se ha vuelto más permisiva con nosotros. Nunca sucumbía con tanta facilidad a los caprichos.
Después de desayunar percibo una orden para que acuda a su habitación. Sobre la mesilla, una caja de zapatos. Me mira fijamente a los ojos y posteriormente desvía su atención a la derecha instándome a que me pruebe esos chapines rojos con los que sueño desde que los vi. Tenía terminantemente prohibido jugar con ellos. Disfrazarme de hada. Tras pedirle ayuda para que me los abroche, me percato de su deplorable desmejora física. La acompaño a la consulta médica del hospital.
Esperamos en la sala de espera más de treinta minutos. Por fin entramos y la atienden. Lo que en un principio era una simple visita médica se transforma en algo más. Se abre la puerta bruscamente, una enfermera aparece con una bolsa gigante de plástico, varios impresos para rellenar y un camisón de esos ridículos, que dejan a uno con el culo al aire. El médico nos revela unos planes completamente distintos a los que llevábamos. Quedará ingresada unos días.
Habitación 325, planta cuarta, ala B, enfermedades coronarias. Ése es el nuevo domicilio de Teresa. El cuarto asignado huele a humedad, las paredes están desconchadas, la puerta del baño chirría y el leve sonido del respirador me inquieta. Una hora después, la habitación se transforma en un intercambiador de metro en hora punta. Sus hijos, su marido, sus nietos y alguna vecina jubilada, sin demasiadas obligaciones, conversan atropelladamente como si aquello se tratara de una verbena.
Tres días después, al corazón de Teresa le cuesta bombear la sangre. El martes a mediodía ingresa en la UCI, donde comparte espacio con cinco moribundos a los que únicamente un milagro los sacaría de allí. Las enfermeras abren el turno de visita. Sólo dos familiares por paciente. El resto debe esperar su turno. A las puertas se forma un auténtico guirigay similar a la escena que protagonizaría una decena de marujas en la cola de la pescadería. Les otorgamos preferencia a los hijos. Agustín, su marido, se resigna a ver la huella que ha impreso en ella el paso de tiempo. A las cinco es mi turno, pero aún debo aguardar. El enfermo postrado en la cama número dos ha vomitado y el auxiliar de la planta accede a la UVI para jabonarle con una esponja y cambiarle la ropa de cama.
Mi visita se retrasa quince minutos. Entre catéteres, cables y sondas, aparece un rostro demacrado, con los párpados caídos y una boca inerte. Los riñones han dejado de funcionar, sus manos postradas a ambos lados de la cama se han hinchado y presentan un color amarillento. Ya no se aprecia en ella la diferencia entra la vida y la muerte.
Es lunes. Ha pasado una semana desde que la abuela nos dejó. El transcurso del tiempo ahonda las heridas. Uno tarda en darse cuenta de que alguien se ha ido. Los primeros momentos te envuelven en un halo de emociones, lágrimas y pésames. La atención y cordialidad no cesa. Los que te rodean, no permiten que despiertes de ese shock que supone una muerte.
Regreso del trabajo. El estómago se me ha cerrado. Tampoco tengo demasiadas fuerzas para cocinar. Me dejo caer sobre el sofá. Pongo la tele. Emiten El Mago de Oz en TVE. Cuando irrumpe en la escena la huérfana Dorothy con sus chapines rojos, apago el televisor.
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