«Shabat shalom, shabat shalom». Así se saludan de forma efusiva y con un apretón de manos alrededor de sesenta judíos, en un humilde local de la calle Eladio López Vilches de Madrid. Traducido del hebreo vendría a decir «sábado en paz» y constituye el día sagrado para el judaísmo. Tareas tan comunes como estudiar, tocar un instrumento, cocinar o coser no están permitidas, desde la puesta de sol del viernes hasta la noche del sábado. Sólo los ortodoxos lo llevan a la práctica.
Pasan treinta minutos de las siete de la tarde. El rabino Mario, ayudado por Silvio, distribuye una centena de sillas de color oscuro en seis hileras. Sobre cada una de ellas, coloca con esmero un libro azul intenso con letras plateadas. Se abre al revés que cualquier publicación española y en la portada se puede leer «Sidur Boi V´Shalom». Mientras van llegando los feligreses, el rabino extiende un mantel de terciopelo granate con una inscripción en hebreo, bordada con hilos dorados, sobre una mesa.
Ningún varón accede sin su correspondiente kipá. Su uso es obligatorio al entrar en un lugar de culto judío. «Portarlo supone proclamar el orgullo de ser judío, recordar que Dios está por encima de los hombres y de las cosas», explica Martín, luciendo un kipá con la estrella de David bordada sobre su coronilla. Son previsores. A la entrada proporcionan kipás de usar y tirar para no privar a nadie de participar en «Shabat Shalom». La mayoría asiste con el suyo propio. Los de más avanzada edad cubren su coronilla con colores discretos, los más jóvenes lucen diseños desenfadados: con estrellas bordadas, colores vivos y tejidos de lo más variopinto.
A tan sólo diez kilómetros de allí, de forma simultánea, en el barrio de Tetuán centenares de musulmanes pasean alrededor de la Mezquita Abu Bakr, la más antigua de Madrid. Su alto minarete sobresale del resto de edificaciones. Antes de que comiencen a sonar los primeros cánticos que convocan al último rezo del día -el yatsi-, ya hay varios fieles «purificándose» en los servicios destinados a la ablución. «Este rito comprende una serie de lavados de brazos, cabeza y pies que se efectúa tres veces antes de acceder a la oración. Si no se hace de forma pulcra corpórea y espiritualmente no sirve de nada» explica Ahmad, marroquí musulmán entrado en la treintena.
Un fuerte olor a sudor y humanidad impregna el ambiente. Centenares de zapatos, zapatillas y babuchas se amontonan en la puerta de una inmensa sala enmoquetada e iluminada con una gran lámpara de araña dorada, que destella a distancia. En lo más profundo del salón, se ubica un púlpito labrado de madera desde el que el imán difunde su plegaria en las celebraciones principales.
Tras pronunciar al unísono «Allah es el más grande», más de cien musulmanes recitan la primera sura -capítulo- del Corán. Hacen una reverencia, se incorporan y se arrodillan hasta que finalmente se postran y tocan el suelo con la frente. Cada oración requiere una postura milimetrada que adoptan todos de forma sincronizada. Sus movimientos parecen perfectamente medidos y desde arriba conforma una óptica con figuras simétricas, como si de un caleidoscopio se tratara. Sobre una alfombra carmesí interminable, las mujeres, con el hiyab en la cabeza, hacen exactamente lo mismo en un palco situado encima de la sala de oración masculina. «Este pañuelo me permite estar más cerca de Alá y simboliza que hay un velo en mi corazón», declara Fátima a la salida.
El rito es breve. No dura más de siete minutos en los que la concentración, la sobriedad y la devoción invaden el ambiente. Posteriormente, conversan en un patio exterior sobre el sonido del agua procedente de una fuente central. Aunque es viernes, el día santo para el Islam, la plegaria especial ya ha sido pronunciada por el imán a mediodía.
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