Una palabra es un obús en el ojo del contrincante. La elección del término nunca es fortuita y una coma despistada que ocupa un mal lugar puede no ser un error. Sería una imprudencia desdeñar la verdadera dimensión del lenguaje como vehículo de poder. Y ya si hundimos los pies en la arena política… para qué les voy a contar.
Las palabras se prostituyen en boca del líder del partido X hasta que pierden su inocencia, su virginal significado, su sinceridad y su honradez. Quedan huérfanas de la verdad y viudas de su sentido inmaculado.
No nos rasguemos las vestiduras. Al fin y al cabo el político ha crecido en un púlpito seduciendo a la audiencia con sus supercherías, disfrazando el deseo del individuo en promesa y leyendo un discurso meticulosamente ordenado donde cada palabra es una zancada hacia una estación denominada Victoria de donde parten ferrocarriles con parada en el poderío.
Lo que sí es inquietante es el efecto mimético de esta perversión del lenguaje. Los periodistas han adoptado la misma fórmula para crear una realidad a su gusto y conveniencia mediante la unión estricta de unos términos insustituibles por un sinónimo y donde un adverbio con mala leche pone a más de uno en un aprieto.
Cuando no se quiere ver una guerra se la denomina conflicto, cuando se enarbola la bandera nacionalista se opta por A Coruña –cuando ni los propios gallegos emplean esta fórmula- mientras que en la acera contraria se escribe Echeverría mandando al destierro a la pareja “t” “x”.
Las palabras se prostituyen en boca del líder del partido X hasta que pierden su inocencia, su virginal significado, su sinceridad y su honradez. Quedan huérfanas de la verdad y viudas de su sentido inmaculado.
No nos rasguemos las vestiduras. Al fin y al cabo el político ha crecido en un púlpito seduciendo a la audiencia con sus supercherías, disfrazando el deseo del individuo en promesa y leyendo un discurso meticulosamente ordenado donde cada palabra es una zancada hacia una estación denominada Victoria de donde parten ferrocarriles con parada en el poderío.
Lo que sí es inquietante es el efecto mimético de esta perversión del lenguaje. Los periodistas han adoptado la misma fórmula para crear una realidad a su gusto y conveniencia mediante la unión estricta de unos términos insustituibles por un sinónimo y donde un adverbio con mala leche pone a más de uno en un aprieto.
Cuando no se quiere ver una guerra se la denomina conflicto, cuando se enarbola la bandera nacionalista se opta por A Coruña –cuando ni los propios gallegos emplean esta fórmula- mientras que en la acera contraria se escribe Echeverría mandando al destierro a la pareja “t” “x”.
La ministra Bibi Aído y sus “fielas” tratan de dar la vuelta al diccionario y acabar con todos los nombres epicenos para siempre, porque no se creen que un delfín pueda ser hembra. No soportan que solo un artículo las represente y deje constancia de que tras un “la juez” están ellas. Sueñan con un mundo en el que por poner una “a” se reciba una subvención. Pronto se quejarán por la desigualdad que existe en las vocales ya que dos se consideran masculinas –“e” y “o”- y tan sólo una femenina.
Las palabras no bombardean, pero evitan que se aplique la sensatez. Las guerras no pueden ser humanitarias. Ni las masacres justas. Ni la paz armada. Matar es verdad. Hablar es mentira, máxime cuando las palabras no significan lo que dicen.
Las palabras no bombardean, pero evitan que se aplique la sensatez. Las guerras no pueden ser humanitarias. Ni las masacres justas. Ni la paz armada. Matar es verdad. Hablar es mentira, máxime cuando las palabras no significan lo que dicen.
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